viernes, 29 de junio de 2012

Ignacio Román González


Ignacio Román González nació en 1985 en la localidad de Punta Alta, Buenos Aires. Profesor y Licenciado en Psicología. Ha publicado de manera independiente un poemario titulado “El sol nos mirará de lejos” en el 2010. El libro de cuentos titulado “Perspectiva Modelo” fue publicado en el 2012, a través de Ediciones de La Cultura. 

            Para descargar " Perspectiva Modelo" clickea este enlace 
                               
       http://www.mediafire.com/view/?o6vlolfs6i2btau 

Para contactarlo, enviar un mail a irgonzalez@yahoo.com.ar



EL PORTON DE CHAPA

Estaba por terminar cuando sintió que alguien abría la puerta del quincho, como si la forzaran para poder entrar, ese chirrido espantoso que hacen las viejas puertas de chapa cuando raspan contra el piso de cemento. El estaba en el cuarto que había acondicionado para usarlo como dormitorio, contiguo al quincho, pero incluida en la misma edificación. Entrar al quincho era, por ende, el preámbulo para entrar a la habitación. Era común para todos lo que lo conocían entrar por esa puerta y disgustarse con el ruido de la chapa raspando contra el piso de cemento, y conversar después sobre lo oscuro que se pone su habitación de noche, dado que estaba tan alejada de la casa, ese patio tan largo que hay que atravesar para llegar, pero sobre todo tan poco iluminado. Y ahora, que ya estaba por terminar de escribir recordó de pronto todas esas conversaciones, en realidad, lo poco que le habían importado. Siempre abrían manos conocidas, en horas establecidas. No ahora. Pasada la medianoche, y él terminando de escribir su novela. Encima sugestionado, porque pocas veces le había resultado buena idea hacer una novela sobre la muerte y sus horarios, los horarios en los que arriba la muerte al cuerpo de cada uno. Y se había decretado como autor morirse en una hora convencional para un buen novelista, entre las dos y las tres de la mañana, ese horario en que los demonios ya no duermen. Estaba a punto de escribirlo, pero el chirrido lo distrajo, aunque a medias, porque lo primero que pensó fue que eran las dos y media de la madrugada. No se atrevió a seguir escribiendo. Tenía que ver quién estaba tratando de entrar. Nada muy valiente, nada muy arriesgado, se asomó apenas por la puerta. La luz del quincho estaba apagada. Solo se veía un pequeño halo de luz que se abría paso por el portón. En efecto, alguien había entrado. Volvió rápidamente a su asiento y se apretó la cabeza con las manos. Trató de pensar que estaba solo, que ya había terminado la novela y que nada estaba sucediendo. Seguramente podría agregar unos capítulos más, sería cuestión de revisar. Estaba tratando de no hacer caso a la idea de encontrarse acompañado. Pensaba que nunca había leído una novela en la que el autor se muera a la par de sus personajes, así que no tenía modo de cotejar con otros trabajos la mejor manera de expresarse. Y como se había decidido a no dar a leer a nadie su trabajo hasta que no estuviera terminado, se encontraba francamente solo. Lo pensó, y volvió a apretarse la cabeza con ambas manos. ¿Quién pudo haber entrado? Le parecía imposible asomar el brazo hasta el interruptor del quincho, aunque solo sea a unos pocos centímetros del marco de la puerta. La idea de exponer una extremidad le parecía imprudente, pero necesaria. Se incorporó de la silla. Y allí estaba, con la luz prendida se delataba cada parte de su indecoroso cuerpo, a medio metro del portón entreabierto. Totalmente inmóvil. Volvió a parapetarse contra el marco de la puerta de su habitación. El corazón le latía con dolor, el pecho se le cerraba. Trataba de aguzar los oídos para oír si se movía. Nada. Totalmente quieto. Si no fuera que lo acababa de ver, no notaría su presencia. Se sentó a escribir nuevamente, pero ya angustiado. No sentía esa cálida sensación del logro que había tenido con las novelas anteriores, siempre era una victoria. En cambio, esta vez fue algo meramente tortuoso. Ya conté que nunca comentó a nadie sobre esta historia cuya ambición parecía desolarlo. Lo hubiera necesitado realmente, si no fuera que le resultaba una traición al estilo que le quería imponer a este trabajo. Y casi lo logra. Pero ahí en el quincho todavía y en silencio, la única manera de tolerarlo sería escribiendo. Un par de capítulos más, llegar hasta las cuatro de la mañana y se acabaría el problema. Se arroja sobre el teclado y miente la trama, la trata de estirar. No le sale. Se queda en silencio, el mismo que emana su visitante. En vano trata de ser un autor traidor, no lo es.  Tuerce su cuello en dirección a la puerta de la habitación y allí lo ve. Tan próximo a él y no lo había advertido. Seguía quieto y silencioso. Ya estaba empezando a comprender. Resuelto, mira el teclado y define. Muere el protagonista. Teclea más. Mueren los secundarios. Un poco más. Mueren los personajes extras. Suspira y concluye. Se acerca el espectro: muere el autor.

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