lunes, 19 de marzo de 2012

Leonardo Rodriguez

Tomó el hacha vikinga por el mango. El filo cascado no le impidió decapitar a su primer oponente con facilidad. Caminó tranquilo, despreocupado; dos, tres, cinco pasos. Alzó la empuñadura y gritó; un rugido prolongado y mortífero. Rodó la segunda cabeza, que cayó dentro de una canasta de mimbre, ovalada y profunda. Rió con maldad. Bebió un sorbo de agua agria, mezclada con sudor. Saboreó la victoria. Desplegó a sus tropas por el reducido terreno. Un lugarteniente criticó su estrategia, le dijo: “Amigo, si no nos movemos vendrán por nosotros, y no podremos detenerlos”. Movimiento continuo. No leyó manuales sobre batallas ni apuntes sobre guerra de guerrillas, su instinto no los necesita. La estrategia se olfatea, la táctica deviene de abrir el corazón a las pulsiones. Sin embargo, pudo detenerse y recordar, no mucho tiempo atrás, aunque le pareció una vida, que supo ahogarse en sus frustraciones, cuando no podía aún coordinar sus pisadas, apenas alzar el cuello, exclamar en un sollozo. ¿Cuándo fue que escapó de aquella postración? ¿Pudo hacerlo solo? ¿Quién lo ayudo? La memoria se le antoja como un mueble viejo lleno de cajones. Dentro de cada uno hay un recuerdo. Pero abre y abre y muchos parecen vacíos. En otros hay nostalgia de objetos perdidos. Abre uno y mira en su interior, no reconoce el sitio, ni la circunstancia, parece que estuviera frente a una pantalla de cine, ante una película de una vida que no entiende, que le es ajena aunque tenga alguna reminiscencia familiar.
Ese segundo de distracción le costó un susto. Agazapados detrás de un pequeño pero escarpado montículo, se deslizan tropas enemigas. Pero su precario armamento no rivaliza con su hacha del crimen, lo que augura una orgía de sangre. Perderán la vida incluso todos los animales que pastorean con ellos. La matanza expandirá su escarmiento en el tiempo y en la geografía.
Se parapeta y contiene la respiración. Se acelera el ritmo cardíaco. Se seca la garganta que clama por alivio, mas el agua deberá esperar. Las fosas nasales se entrecierran dificultando la concentración. Para dar el golpe justo es necesario brincar en el instante preciso. ¿Cuándo aprendió todo esto? ¿Cuándo aprendió a saltar? ¿Podrá arremeter? ¿Sabe como hacerlo? La duda lo toma, lo interroga, es un estilete incómodo. No lo ha hecho antes pero ha visto como se hace, impulsarse, caer ante o sobre su victima. Se percata de que no será sencillo pero siente que esta preparado. Es el momento. Inspira y cuenta mentalmente. Uno, tres, cuatro, seis y ¡zaz! Falló. El tranco breve, las piernas cortas, las sábanas escasas, la habitación es insuficiente y él se desploma de cara al piso, amortiguado por su pancita rellena de panes, quesos y aceitunas. Alza el cuello y recuerda, ahora sí con claridad, aquellos primeros pasos. Los repite rutinariamente, se pone de pie y una voz lejana lo saca de escena.
“La leche Lucio”, mamá repite tres veces. Las tropas, amigas y no tanto se desarman de una patada, ruedan osos peludos y conejos vestidos de generales y artilleros y el hacha plástica que iba a darles fin cae pesada como un sueño. Sale de su cuarto y trepa con dificultad la silla. Ya cerca del borde de la mesa toma el vaso y ase la bombilla, sorbe con fuerza. El chocolate invade sus papilas y sacia su ansiedad.



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1 comentario:

escarcha dijo...

excelente texto, tiene un ritmo trepidante que hace la lectura veloz y con la violencia que este cuento reclama.
Saludos