martes, 11 de enero de 2011

Graciela Beatriz Amalfi

Amaneceres

Amelia descansa en el sillón negro y cómodo de su living. Escucha su música preferida: jazz. Cada nota musical la siente suya, la arruga y la funde entre sus manos.

Se levanta para tocar el saxo que ya conoce el sabor de sus labios.

Los diarios en el piso con su nombre escrito en un lugar destacado llegan a conmoverla. Lee y relee las notas periodísticas de un pasado no muy lejano. Suena el teléfono, prefiere no atender, supone que es para concertar un nuevo reportaje.

Sabe que los vecinos oyen sonar su saxo todos los días, sabe que les molesta, no le importa. Todos conocen que ella es la famosa Amelia O´Higgins y por eso callan. Tener a una artista de su envergadura tan cerca debe ser un honor para cualquiera.

Piensa, la mujer piensa.

El correo postal, los mails, las redes sociales, se ahogan con su nombre. Ya es muy tarde, basta de saxo, de periódicos y de correos inventados.

Amanece.

Mañana amanece otra vez.

Levanta la persiana del living, sale a la vereda, saluda a su vecina Ana.

Amelia no entiende que su mundo no existe ahí afuera.

El mundo sabe que ella vive historias desdibujadas e inventadas por su imaginación. Cierra la puerta y en el living deberían aparecer otra vez su saxo, sus periódicos y las letras grandes con su nombre.

Pero no… hoy no aparece nada.








La carrera eterna.


El pueblo con la palpitante luz ausente de antaño, las calles angostas, siempre desiertas y a media cuadra de la plaza la pensión donde vive Julián.
Cada medianoche el muchacho empieza su travesía. Travesía sin color, con olor a humedad olvidada.
Julián alarga sus piernas flacas, las estira como si fueran un elástico interminable.
Corre. Otra vez corre.
A su lado derecho desata su carrera el río sucio, tramposo y agazapado. La enredadera de juncos atraviesa el agua y entorpece su paso. Sus piernas se alargan, atraviesan el matorral con bronca amontonada como un bollo de papel.
La noche ya se ha hecho adulta. Sin estrellas, sin luna, sin palabras.
Tropieza. Otra vez tropieza.
Escucha la marcha descarada y mugrienta del agua que lo salpica y lastima su piel como una hoja de afeitar recién afilada.
Su camisa ya está rota, su pantalón pierde pedazos a cada bocanada de sus pies grandotes y perezosos.
Las zapatillas dejan el color en alguna parte del camino sinuoso y animal.
Los ojos sobresalen de su órbita como si quisieran llegar primero que él.
Estar al final del camino es su deseo más grande hoy. La noche lo envuelve con su agonía oscura, lo abraza amarrando su deseo. Él logra escaparle a la negrura que con impaciencia intenta detener su marcha.
Esos pulmones que se llenan una y otra vez de aire nuevo y quieren seguir.
Corre. Sigue corriendo.
El final, su meta, ahí está el secreto. Su secreto.
Suceden una hora, dos, tres. Julián corre sin pensar.
Ya puede ver esa figura imaginada cada noche. Es ella. Le susurra una frase de amor. Palabras sacadas del libro de poemas que descansa en la mesita de luz de la pensión .Se une a ella en un abrazo doloroso, de duelo y tristeza. La enceguece, la aprieta, la rompe. Un beso se hace pálido en ambas bocas.
La mujer escapa aferrándose a la enredadera de juncos y desaparece en la mugre del río.
Ya no está. Las piernas de Julián tienen sueño. El sueño viene y ellas se dejan volar entre juncos, el río, el camino.
El regreso se hace lento y con olor a fiebre.
El río ahora es limpio, pulcro, perfumado.
La enredadera pierde su forma para hacerse frontal e infame.
Son las seis. Llega a su habitación. Se mete en la cama. Nadie notó su ausencia, ni siquiera el gato que duerme en el extremo derecho de la manta.
La carrera termina. El hombre está feliz.
Otra vez ha podido llegar al final.
Otra vez ha podido besar a la mujer que cada noche lo espera allá. Esa mujer que sólo es parte de su imaginación y a la que todavía no le puso un nombre.
La prefiere así, sin nombre, por temor a que otro pueda también nombrarla.




Mi hermano mayor.


Me fui caminado despacio, silbando y con las manos en los bolsillos del pantalón, como me gustaba.
El se quedó ahí sentado en el banco de la plaza que un rato antes yo había elegido. Ni me miró cuando me iba.
Mi recorrido comenzó por la calle Juramento, entré en la heladería de la esquina. Pedí un enorme helado de chocolate. Me senté tranquilo. Lo saboreé todo con muchas ganas. Me sentía feliz. Libre. Solo.
Salí del lugar silbando una de mis canciones preferidas. Caminé por la avenida Cabildo. Entré en un ciber y me puse a jugar.
Mi hermano era diez años mayor que yo. Tenía una discapacidad mental incurable, según oí desde chico. No había terapia, ni rehabilitación para su mal. Su mal que mis padres lo derivaron en mí. Yo era el “normal”, debía cuidarlo, sacarlo a pasear, protegerlo.
Mi cruz se me hacía muy pesada. Mis padres parecían no entender que yo sólo contaba con catorce años, que tenía derecho a las salidas con mis amigos, con alguna chica. No, no lo entendían.
Se estaba haciendo de noche. Mis bolsillos ya habían gastado las monedas y el billete que me había dado la abuela Irene. Debía regresar a casa, pero no podría hacerlo sin él. Sin mi hermano mayor.
Decidí no volver. Empecé a pedir dinero a la gente que transitaba por el lugar. Algunos me daban, otros me miraban con desprecio.
Me acerqué a un hombre que estaba sentado en la vereda justo enfrente del complejo de cines. Le pregunté si podía pasar la noche ahí. Me contestó que sí. Ese hombre barbudo y sucio tiró unos diarios y una manta blanca sobre el piso y me dijo que durmiera en ese lugar.
Cerré mis ojos con fuerza para entrar rápido en mi sueño. No quería despertar.
Apenas podía imaginar lo que habría pasado con él. Lo que estarían pensando mis padres. Sólo me preocupaba la abuela .Ella era la única que reparaba en mí.
Esa noche soñé mucho y largo.
Esa noche la calle no estuvo nada mal.
Esa noche marcó mi vida.
Esa noche, por primera vez, supe lo que significaba la culpa.


La mujer y el coronel.

Whisky agitado por la mano del coronel, hielo desarmado, líquido frío que enrojecía sus dedos y quemaba su voz.
Eran mis inicios como periodista. Eran los años 60-70, apenas lo recuerdo. Fue una de mis primeras entrevistas.
-¿Te animás muchacho?- me preguntó el responsable de la editorial del periódico.
No dudé en responderle afirmativamente.
Y así es como me metí en la historia, la otra historia que les voy a contar. La historia del cadáver de una mujer, de un coronel y yo en medio de ellos.
Así comienza.

-¿Helado no?, le pregunté.
-Muy helado, tanto como el cadáver de esa mujer. Siempre frío.
-Coronel, esa mujer logró entrar y permanecer en su vida a pesar de los años ya pasados - le dije.
-Esa mujer, esa mujer – murmuró y rió y recordó.
-Sírvame más whisky, por favor-me dijo el coronel con un tono hosco y severo.
Lo miré y vi que lloraba, esas gotas guardadas durante años caían desde su cara pálida al piso. Sobre la mesa marrón tiró la última foto que le tomaron a ella. Miró la foto. Yo también la miré. La mujer estaba totalmente desnuda mostrándose al mundo.
Tomó en sus manos el retrato agrietado y me lo dio.
-Llévelo y publíquelo en su periódico, señor periodista- me dijo el coronel.
Su decisión me sorprendió. ¿El hombre deliraba o estaba consciente? , me pregunté.
-¿Publicar esta foto y ella totalmente desnuda en ese féretro recubierto de oro? Agradezco su colaboración y generosidad, señor coronel- murmuré.
-Y ahora váyase y no vuelva nunca más-gritó el militar.
Salí de su casa, mis pies corrían rápido, no mire hacia atrás ni una sola vez. Prefería olvidar ese momento. No lo pasé bien. Tomé un colectivo para ir a la imprenta.
-Esta nota me consagra o me destruye para siempre, dije en voz alta en medio del colectivo. Los pasajeros me miraron haciendo un gesto de desconcierto con sus cabezas.
Le entregué la foto al responsable de la edición del diario.
Ignacio no lo podía creer.
-Lo lograste muchacho-me dijo, lo lograste carajo. Nunca pudimos acercarnos a él ni siquiera para insinuarle el secreto del secuestro del cuerpo muerto de esa mujer tan popular.
Ella, querida por muchos y odiada por otros.
Mañana todos verían la parte de la historia no contada hasta hoy. En la primera plana del diario apareció la foto de ella. La edición se agotó en menos de dos horas. Se volvió a reeditar varias veces.
………………………………………………………………………
Lo extraño es que hoy después de tantos años buscando entre mis papeles guardados no puedo encontrar ni el periódico, ni la foto avejentada, ni el sabor del whisky del vaso del coronel.
Mi memoria debe estar jugando con la mujer en algún lugar de un mundo lejano al que a mí… no me es permitido entrar.

Mi blog : www.boticaria-graciela.blogspot.com En Facebook : boticaria club de cuentos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Permitame felicitarla. La tinta de su pluma es certera y punzante como flecha. Le auguro un gran porvenir en el maravilloso e interminable mundo de las letras. Que la persiga el éxito, con todos sus colores.
Fa Bu